martes, octubre 18, 2005

SANTIAGO

Estaba oscuro. Si acaso la luz de la luna. Caminaba por una calle en donde los árboles forman, de anden a anden, una curva a manera de puente, quizá para protegerla de conocer el sol. Estaba solo, como casi siempre desde los 19. Ya habían pasado diez años desde que les envió un mail a aquellos que eran sus amigos, diciéndoles que si lo iban a llamar, que fuera para cosas interesantes, si le iban a escribir, que fuera para saludarlo y no para salir del paso con un montón de basura. Nadie lo volvió a llamar. Nadie, excepto su padre, que una vez al mes, un poco temeroso, le marcaba para averiguar como estaba y recordarle que ya le había consignado. ‘Bien, estoy bien. Gracias’, era lo único que se escuchaba al otro lado del teléfono. El padre no podía hacer más que respirar hondo y esperar a la próxima llamada. Lo amaba, era cierto. Lo amaba como a nadie, pero según escribía, el amor no era para las palabras. Las palabras eran para él, una simple hipocresía de la vida, con la cual salirse del paso. Su madre se había suicidado después de tener a su hermana. Nunca se lo perdonó. Ella se había equivocado de vida. Era lesbiana. No obstante, pensaba, no era él, ni su hermana, y muchs menos su padre, los que tenían que pagar, y entre la muerte de estar donde no se quiere, y la vida de irse al otro lado, eligió vivir. A veces le escribe. Ha aprendido un poco del alfabeto del silencio. Con ella es la única, a pesar del odio, que ha decido hablar. Dice que habla cosas interesantes y por lo menos no desea más años en cada cumpleaños.

Estaba solo, en la calle puente. Un puente eterno, si se quiere, o que conduce a otra calle, igual con puente, si también se quiere. Hoy no tenía ganas de una nueva mujer. Estaba cansado de tener sexo con mujeres de senos de silicona y abdómenes con abdominoplastia. Sabía sus atributos. Un hombre alto, con cara pulida, cuerpo escultural y un mazda tres. Inevitable. Era un hombre inevitable, especialmente para todas aquellas que lo que menos les interesa es el amor. A él tampoco le interesaba el amor. Sólo las buscaba para satisfacer su libido. A veces le daba lástima, pero sólo una vez había amado a una mujer. Era pequeña, con un cuerpecillo para su estatura, y de pelo negro. Ella lo quiso. Jamás le intereso su pinta, la ropa de marca y mucho menos su carro. Lo quería así, sin nada, con su gran sonrisa. Tal vez por eso la quiso, a su manera. Ella lo cambió por un hombre de su tamaño, chiquito, sin carro y de pelo negro. ‘Acepta que nos vemos bonitos y olvídate de mí. Te quise, mucho, pero aún no he entendido tu manera de amar’, le dijo, mirándolo a los ojos y terminando la última palabra en el que sería su último beso. Duraron tres años. Desde entonces se repitió no volver a dedicarle tiempo a nadie. Sólo mujeres de unas cuantas noches. Nada más.

Caminaba despacio. Nunca hacía pactos con el tiempo porque sabía que tenía las de perder. Vivía en un apartamento, pequeño, sólo para él. Tenía muchos libros. Escribía casi diario. Sabía que era la única manera de entender su soledad. La amaba. Había aprendido a vivirla, a excitarse con ella. No le hacía falta nada. La comida llegaba. La plata llegaba. La inspiración llegaba. Salía en las noches a convivir con el mundo. Le gustaba decidir su camino. Esa noche ya había tomado la decisión. Ya le había preguntado a su madre como hacerlo. Era libre. No iba dejar que lo sorprendiera. Debía sorprenderla. Llego al puente. Respiró hondo, oliendo por última vez el agua, las flores y el humo de la ciudad. Después, de un salto, se lanzó al vacío. Había decidido morir esa noche, después de caminar sobre la calle infinita, bajo la oscuridad y la mirada sombría de una ciudad, que jamás se asombra de sus muertos.