sábado, noviembre 19, 2005

PRISIONERO

Desnudo. Ahí, en medio de la sangre, del blanco del suelo y frente a la mirada oscura y silenciosa de ese hombre, con ganas de tocarte la piel blanca de tus piernas. Y seguías ahí, sin ropa, con las manos en las rodillas y la cabeza hacia abajo, porque sabías, como yo lo sabía, que te daba vergüenza. Él te miraba, y su mirad era la sentencia del juez en la obra de teatro que había inventado el prisionero, ese, que en las noches, trataba de poner un poco de su encierro, de eso que no quiso ser, en medio de papel blanco y con un lápiz sin punta. Y yo, al frente, veía como te miraba, con los ojos con que te miraba, y vos, ahí, en medio del suelo blanco, oías como su risa se confundía con el agua que le iba cayendo sobre su calva. Sólo llovía para él. Ni para ti, ni para mí. Sólo para su mirada. No hacías nada. Seguías ahí, cabizbajo, pensando la vergüenza que sentías, pero no hacías nada, porque a pesar de todo, te daba miedo. Así que ponías tus manos sobre tus genitales, como si hubiese posibilidad de protegerlos, mientras el corazón te latía con fuerza tratando de construir una esperanza, que veías lejana, de que su mirada se fuera y te dejará ahí, en medio del blanco, desnudo y con la cabeza hacia abajo, para entonces, salir corriendo hacia algún lado, donde no lo volvieras a ver, donde no te volviera a ver. Sin embargo, lo sabías. El juez ya te había condenado, no había nada que hacer, porque disfrutaba que su mirada te hiriera más que cualquier otra cosa, más que sus manos. No hacías nada, como tonto seguías construyendo esa esperanza, que sabías, nunca iba a suceder. Y yo, mientras tanto, desde arriba, te miraba, con una mirada diferente, más melancólica, más serena, más prisionera, y sentía como tus lágrimas recorrían desde tu cara hasta el ombligo, el miedo que te convertía en nadie, en un hombre desnudo, frente a la mirada de un juez de obra de teatro y encima de un piso blanco pintado, donde a diario ensayaban una que otra obra de mala muerte, y luego, esas lágrimas, caían sobre tus manos, que protegían aquello único que querías proteger. Yo te miraba, pero como si esa otra mirada fuera más importante, la clavabas en tu pecho, y te sentías atado, sin darte cuenta, que mientras esa era tu prisión, la mía era la salida. De todas formas, siempre seguiste al miedo, a ese que para dejar de ser tu amigo, quiso traicionarte miles de veces, mientras a ciegas, todavía le confiabas tus pesares. Estabas ahí, desnudo, frente a la mirada de un juez de obra de teatro, con la esperanza de que al primer descuido, pudieras salir corriendo. Sin embargo, el hombre no tenía afán, ni le dolía tanto como a ti, a pesar de la lluvia, el frío que te llenaba en las noches. Al fin y al cabo, preferiste el miedo que mi mirada, esa que desde arriba quería ir a ponerte un poco de ropa para que le enfrentaras y le dijeras que no eras culpable, a pesar que lo sentías. Yo era tu esperanza, pero ya no hay nada que hacer. Elegiste seguir ahí, en medio de la farsa, de la obra, esperando quizá que algún viento, de sorpresa, te llevará a otro lugar, pero ahí, desnudo, no eras más que nadie. Decidiste seguir el juego y perdiste. Desnudo. Ahí, en medio de la sangre, del blanco del suelo y frente a la mirada oscura y silenciosa de ese hombre, decidiste ser el otro prisionero, ese cualquier prisionero, como todos. Ahora no hay nada que hacer, desnudo comenzaste la obra, desnudo has de terminarla.

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