viernes, septiembre 02, 2005

ENTIERRO

En los entierros, uno llora por costumbre. No se llora porque duela, porque alguien se murió. Se llora por costumbre. Las lágrimas son contagiosas. A alguien el vacío del otro le hizo daño y sus lágrimas empiezan a brotar. Los otros lo ven y se contagian y empiezan a llorar, como si la muerte fuese algo vergonzoso o malo o miedoso. Todos lloran. Desde el hospital hasta la morgue. De la morgue hasta la sala de velación. En la velación también se llora por costumbre. No es más que un lugar para cuantificar las lágrimas y chismosearle al otro sobre el muerto o sobre cualquier cosa que se venga a la cabeza. ‘Mira aquel como está de triste’. ‘Eh ave maría, como que el alma le está pesando, ¡tan malo que fue con la mamá!’. ‘¡Tan irrespetuoso, mírale la pinta!’. ‘Pobrecito, como llora de harto ¿¡ah!?’ ‘¡Pero quedó muy bonita!’. ‘Es que ya estaba muy vieja!’… Al final, entre chisme y lágrima, los unos hablan, algunos rezan y otros tantos lloran. Y el muerto sigue ahí, sin darse cuenta o quién sabe, pero condenado al silencio al fin y al cabo. En la misa, todos lloran. La familia, los amigos, los chismosos, las lloronas. Todos lloran. Algunos disfrazan el ‘dolor’ con unas gafas oscuras, como si el ‘dolor’ fuese un camaleón que pudiese disfrazarse. Uno, en los entierros llora por costumbre. No por convicción. El problema, es que no se ha aprendido a leer el silencio de la muerte. Por eso “duele”. Por eso las lágrimas. Cuando alguien se muere, uno llora por costumbre. Sólo, por costumbre.

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