miércoles, octubre 31, 2007

ENCERRADOS

Con el periodismo, y en general con observar un poco más allá de la puerta, uno puede encontrarse con historias tristísimas, que duelen justo allí, en ese pedazo de corazón donde se encuentra el agradecimiento, es decir, sentirse a gusto con lo que se tiene, con tener alimento y ropa, y una casa para dormir, y seguridad, y cosas que no se necesitan vitalmente, e incluso cosas sólo por capricho, por nada más.

Esta es la historia. Empieza con una entrevista a Sergio Fajardo, alcalde de Medellín. Habla de la alerta naranja, por el invierno, que yo diría por la locura de clima que se ha provocado, y habla de unos muertos, pero yo estoy tan ocupada detrás de la cámara, pensando que el plano debe quedarme bien, que Fajardo mueve mucho las manos y que me cuesta hacer un encuadre donde quede todo su movimiento, que realmente no pongo mucha atención. Está bien, no son mis muertos, y yo sólo hago mi trabajo. Suena el avantel y nos dicen que hay que ir al lugar, ahí donde están los muertos. El barrio, Avanzada Dos, por allá en Santo Domingo. Los ubico, unas cuadras más arriba de la última estación de metrocable. Llegamos al sitio. Estamos Sara, la periodista, y yo, que hago practica. En fin. Somos dos, y preguntamos dónde es, y vaya sorpresa cuando nos dicen que es arriba, por ese caminito. Yo no sé si merece el nombre de camino. Es un barranco, con unas escalitas perdidas. La tierra esta mojada y es inestable, es más, todo el terreno es inestable. Comenzamos a subir. Yo estoy preocupada porque tengo unas sandalias resbalosas y subo casi a gatas, cuidando que la cámara no sufra ningún daño. Nos reímos porque llegamos casi sin respiración, y es en ese momento, en realidad, cuando la vida me da una lección silenciosa. Yo estoy preocupándome por los zapatos y cómo he de devolverme, mientras ella carga a su hijo, que supongo tendrá menos de dos años. Está estupefacta, y nos cuenta como en la noche, de repente, un alúd de tierra les cayó encima, mientras dormían, y cómo mató a sus dos hijos, dos niños que no alcanzaban los once años de edad. Una niña y un niño que los tapó la tierra cuando dormían, que no pudieron escapar a la muerte, y que justo cayó sobre su cama pequeña. La niña murió al instante, él murió llegando a la carretera, justo ahí donde nos dejó el taxi, donde empecé a pensar en mis sandalias vs. el barranco. Dos niños que no habían vivido ni siquiera la mitad de lo que yo he vivido, que ni siquiera vivieron tres cuartos de la edad que normalmente se puede vivir. La cara de la señora es rara, es decir, todavía está en esa etapa donde los pies están más arriba del suelo y no se entiende, ni se cree, lo que acaba de pasar. Sus hijos están muertos y lo único que le queda es el niño que no aleja de sus manos. Cuenta la historia y se la llevan por el mismo camino, hacía un refugio, que nunca será su casa, y lo que más me conmueve, es que mientras yo me preocupo en como voy a bajar, ella baja con su niño al hombro, sin ningún problema.

Voy a describirles lo que llaman casa. Digamos que es un cuarto, no muy grande, dividido en dos, hecho en ladrillo, sin pintura, y con unas tejas de esas delgaditas, de lata, que hacen mucho calor. Hay dos camas, mejor, había dos camas, o quizá más, pero ya no se ve. Supongo que era una cocinetica, muy pequeña. Ahora todo está arrumado en la mitad de un cuarto, mejor, de una casa. Afuera, un único alambre donde cuelga la ropa de los niños, que ya están muertos, es decir, una ropa que pierde sentido, que cuelga esperando que alguien la use, pero que sus dueños, en realidad, ya no la necesitan, ya no están realmente. Pienso en todo lo que nos preocupamos por la ropa, cuando después de la muerte, ni siquiera la necesitamos.

Somos muchos en un pedacito de tierra, que es inestable. Si miramos hacia arriba, está la siguiente casa, de igual tamaño, a punto de caerse sobre la casa de las víctimas. Hay un señor que se niega a salir y que quiere quitarle el techo. No sé sabe para qué. Miro hacia un lado, donde hay un arrume de tierra y veo una muñeca abandonada y mugrosa. Los niños murieron. La muñeca no tiene dueño. Creo que en ese momento se me olvidan los zapatos. Llegan dos señoras que lloran por sus "primitos" y yo siento un taco en la garganta, que si no fuera por un no se qué, tal vez periodístico, hubiese llorado con ellas.

Es triste. Cuántas veces no he llorado, e incluso pataleado, porque estoy aburrida en las cuatro paredes de pieza en la que duermo, porque no puedo cambiar la cama, porque el gato de la vecina me despierta a las cinco de la mañana. ¡Vaya problemas! Sin embargo, cuando uno llega a esos extremos, dónde los hombres viven en casitas de piso de tierra, dónde viven con la total incertidumbre que en cualquier momento ha de venirse la casa de arriba, pudiéndolos matar, dónde no hay otro lugar a donde ir, dónde cada cosa ha valido lágrimas, dónde no hay para comer sino una que otra cosa pequeña compartida, dónde la ropa se ve vieja y muy usada, e incluso rota, dónde se depende de organismos de ayuda del estado, a sabiendas que la ayuda que da un gobierno es más pobre, que los mismos pobres, uno se queda estupefacto y se olvida de todo.

Los ojos están melancólicos y duele en el corazón, justo ahí cuando hay que acordarse que hemos llorado por no tener un celular mejor, un computador mejor, un carro mejor. Justo ahí, cuando nos acordamos que alguien muy rico gasta millonadas en un collar, que ha de ponerse un día, mientras en el resto de mundo hay hombres, mujeres y niños que se mueren de hambre, que no tienen casa, o que la tienen, con el peligro de morir sepultados.

Creo que ese día me olvide de los zapatos, y aunque incluso bajé a gatas y con miedo, me dolió su dolor, me dolió su muerte. Sólo que pasa una cosa, que es real y dolorosa. Yo soy periodista, o voy hacerlo, y de eso voy a vivir. Esa información la quieren otros, la necesitan otros, y yo debo darla simplemente, como un deber ineludible. Duele, sí, tal vez, al principio, pero ha de llegar un momento en que me dará lo mismo. Hoy escuché que alguien decía, un periodista, que le gustaría que hubiese una tragedia, cualquiera, y cuando le preguntaron por que, decía que para trabajar con más presión, con más 'movimiento'. Es sencillo, así como los médicos necesitan enfermos y las funerarias muertos, nosotros necesitamos historias, tristes o bellas, pero historias,y así suene duro, las historias tristes llegan más fácil y más rápido, que las historias de finales felices. Y en últimas, puede que los dolores de otros nos importen un poco, pero siempre ha de olvidarse, porque no son nuestros cuerpos, nuestros amigos, nuestras familias. Nos ha de doler mientras está y pasa por los noticieros, pero han de pasar desapercibidas para siempre, y no hemos de hacer nada, porque pasa como todo, no es de nuestra incumbencia. No es directamente conmigo, o con usted, y el dolor, entre más lejos esté, mejor. A veces vivir en una caja de cristal resulta más fácil que vivir sin ella.

Triste. Muy triste.

Mónica Q.

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